La modernización y transversalidad del secreto es deseable, pero necesita recursos materiales y personal altamente especializado para que el trabajo pueda residenciarse en Moncloa con garantías de seguridad.
Anteproyecto de Ley de Información Clasificada
A principios de agosto, el Consejo de Ministros daba el primer paso para sustituir a la Ley 9/1968 de Secretos Oficiales, nacida en dictadura y retocada escasamente hacia el final de la Transición. El anuncio se centró en las demandas que historiadores y formaciones políticas, especialmente el PNV, han expresado a largo del periodo democrático: modificación de las competencias para determinar los grados de confidencialidad y establecimiento de límites temporales a la clasificación. Pese a la insatisfacción de Unidas Podemos y los socios del Gobierno con los plazos propuestos, los socialistas insisten en que la desclasificación se adecúa a la sensibilidad de la información, sin especificar aún a qué archivos se extenderá o si afectará a episodios de nuestra historia reciente.
El Gobierno tiene por delante un complejo proceso de negociación para conciliar la reserva de información por razones de seguridad y el derecho de acceso a la información propio de sociedades democráticas. Los aspectos más comentados del anteproyecto de Ley de Información Clasificada involucran al Ministerio de la Presidencia y los altos secretos del Estado. El nuevo texto legal otorgaría facultades al titular, Félix Bolaños, mediante la creación de la Autoridad Nacional. Este será el órgano competente para valorar el acceso a la información clasificada y supervisar los intercambios de documentación.
La aspiración de transversalidad, -concretada en la decisión de trasladar la competencia de Defensa a este departamento-, tiene fácil justificación, pero plantea importantes retos. Si entendemos por altos secretos del Estado aquellos que influyen en la seguridad y la defensa, la responsabilidad recaería de manera natural en el Ministerio de Robles. La ley franquista contempló únicamente dos niveles de protección, secreto y reservado, estableciendo que el Consejo de Ministros y la extinta Junta de Jefes del Estado Mayor se encargarían de catalogar la información confidencial. En el contexto actual, parece más razonable que la capacidad para clasificar documentos pueda ajustarse al ámbito donde se produce cada acción.
La naturaleza civil de nuestros servicios de inteligencia y su composición multidisciplinar contribuyen a flexibilizar el secreto, que con la futura ley dejaría de estar circunscrito al ámbito militar. La modernización y transversalidad del secreto es deseable, pero necesita recursos materiales y personal altamente especializado para que el trabajo pueda residenciarse en Moncloa con garantías de seguridad. El perfil del Ministro de la presidencia debería acreditar, a partir de ese momento, una excelente predisposición a la comprensión de los asuntos de inteligencia y probada capacidad para adaptarse a las exigencias de reserva y confidencialidad. Una trayectoria ligada al marketing político, por ejemplo, no inspiraría confianza en los militares y en el CNI y distorsionaría una actividad que tiene como objetivo proteger al Estado y a los ciudadanos. Estos cambios también generan dudas respecto a los criterios de almacenamiento y custodia del secreto. Independientemente de dónde se ubique el archivo centralizado, el departamento no funcionaría sin una sólida estructura técnica acostumbrada al manejo de información sensible, competencias que hoy se concentran en Interior y Defensa.
El anteproyecto señala un período de 50 años, prorrogables por 15 más para los altos secretos del Estado, situándose en el límite de una horquilla entre los 20 y los 50 en países de nuestro entorno. La visión restrictiva de los contenidos que afectan a la defensa y a los servicios de inteligencia no difiere demasiado de la que aplican otros, con plazos y prórrogas notablemente inferiores para la información secreta, confidencial y reservada. Los motivos que llevan a no autorizar la difusión de un documento pueden ser numerosos, desde preservar la metodología de las operaciones y recursos utilizados, -procurando no revelar intereses que proporcionen una ventaja a otros Estados o servicios extranjeros-, hasta salvaguardar la integridad física de personas mencionadas en el texto y la de sus familias.
La tramitación ofrece al Gobierno una oportunidad para acabar con el limbo jurídico en el que se mueven los archivos de la Casa Real y las dificultades de acceso a los documentos reservados del poder judicial. Además, su redacción deberá ser lo suficientemente precisa como para evitar actuaciones discrecionales de personas que, en un determinado momento, puedan hacer un mal uso de una acreditación de seguridad.
La necesidad de acceder al secreto no puede fundamentarse en la desconfianza hacia las instituciones sino en los principios que cimientan el Estado democrático y de derecho. Combatir la extendida creencia de que los secretos de Estado esconden necesariamente algo perverso e inconfesable hace imprescindible la eliminación de este vestigio legislativo del franquismo, así como un justo compromiso con los profesionales que estudian la historia de España para que estos puedan desarrollar su trabajo sin verse obligados a recurrir a archivos extranjeros. La nueva regulación de los secretos y su custodia solo será efectiva si logra equilibrar las necesidades de seguridad y defensa actuales con las necesidades de clasificación y acceso a los secretos oficiales.
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